lunes, 2 de marzo de 2015

Un infante para la difunta Habana


"La revolución cubana como todas las revoluciones traicionadas, convirtió la esperanza en espera -y la física en metafísica y la ideología en escatología medieval".

Guillermo Cabrera Infante

Los infantes del infante

Mi primer encuentro con él (es un decir, en realidad el encuentro fue con uno de sus libros) tuvo lugar en La Habana, esa añorada ciudad a la que tanto le canta. Corrían los últimos meses de los años ochenta, cuando rastreando en una pequeñísima trastienda de libros viejos, tropecé con un ejemplar de ese autor cuyo nombre sólo se mencionaba en estrechos círculos de amigos pero nunca jamás se encontraba en las antologías editadas por Letras Cubanas. Un autor cuya obra era legalmente desconocida para nosotros, un autor cuyo nombre jamás aparecía en los periódicos cubanos o en esos aburridísimos programas culturales por donde desfilaba la “crema y nata” de la intelectualidad cubana: me refiero a Guillermo Cabrera Infante.

Encontrar entre tantos libros un ejemplar de Así en la paz como en la guerra, publicado en Cuba en los primeros años de esa sesentera década en la que todo cambió, fue un gran hallazgo. No tanto por el libro en sí (quizás el menos bueno de Cabrera Infante) como por el autor. Un libro prohibido, pensé con todos mis simbolismos adolescentes. En ese momento me sentí como el personaje de 1984, buscando trozos de vida en los barrios proletarios, huyendo de voces supremas y big brothers, escondiendo un crimental. Soñé que si me descubrían, los dos minutos del odio se volverían contra mí...

Leer y releer el libro fue cosa de pocos días. No estaba ante una obra maestra —cualquier cosa que eso signifique—, pronto me di cuenta, pero sí ante alguien capaz de jugar con las palabras, de divertirse escribiendo. Alguien capaz de asumir la literatura como un juego y las palabras como sus juguetes... y eso me gustó. Ahí comenzó la búsqueda, un incansable ir y venir preguntando a amigos si tendrían —por casualidad— algún otro título suyo. Así apareció Tres tristes tigres, el trabalenguas literario más divertido que haya leído. Ese sí, un gran libro. Otro amigo rastreó entre la colección de revistas viejas de su abuelo hasta encontrar en números editados entre el cincuentitantos y el sesentitantos algunos textos fimados por Cabrera Infante (en ese momento no sabíamos que el tal G. Caín también era él), mismos que leímos con extrema avidez. Nos seducía, sobre todo, su lenguaje.

A la búsqueda suceden las preguntas, por demás típicas en todo adolescente: ¿Por qué no se puede leer a este tipo en Cuba? ¿A qué viene esa absurda prohibición? Alguna vez Fidel Castro arguyó en una entrevista que en Cuba no había libros prohibidos, sino que ante la escasez de papel y tinta, las editoriales cubanas se veían obligadas a seleccionar qué se publicaba y qué no partiendo de las necesidades de los lectores y de las prioridades del gobierno (palabras más, palabras menos). Y más preguntas: ¿Quién decide las necesidades de los lectores? ¿Cuáles prioridades? Sin entender por qué preferían gastar papel y tinta en un libro estúpido y mal escrito —pero con un alto “contenido revolucionario”—, en lugar de un Cabrera Infante, crítico, sí, pero ante todo maravilloso, viajé a México, siguiendo un rito anual.

Durante esa estancia en el D.F. comprendí que Guillermo Cabrera Infante no sólo era odiado por la burocracia cultural cubana, sino también por muchos intelectuales de izquierda, militantes y simples voceros de la “verdad revolucionaria” en México. Las geniales visiones orwellianas sobre la fabricación de verdades y mentiras cobraban vida no sólo en la isla, también fuera de ella.

Mi segunda experiencia con Cabrera Infante ocurrió en ¿1990, 1991? No recuerdo. Viajaba de México a La Habana y entre las cosas que llevaba en mi maleta se encontraba un ejemplar de Mea Cuba sin leer, apenas hojeado. Disfrutaba de antemano su lectura en casa, en Cuba, rodeado de discursos de Fidel y asquerosos poetastros esloganianos. Quería sentarme en el balcón de aquel bello decimosegundo piso desde el que se veía buena parte de la ciudad, con un libro escrito para ser leído en La Habana. Libro que, debo agregar, pocos leyeron en Cuba.

Todo se jodió cuando llegamos al aeropuerto internacional José Martí y aquel tipo de la aduana me dijo: Lo siento compañero, tengo que revisar su equipaje...

Abrir la maleta y encontrar el libro fue una misma acción. Lo siguiente fue un monólogo:

—Compañero. Usted sabe que este libro se considera peligroso para la Revolución (y juro que la dichosa palabra la pronunció así, con Erre) por lo que no podemos permitir la entrada del libro al país...

Quise preguntarle si la visa del libro no estaba en orden, pero ante esa honorable cara de nodiscutaconmigocompañero, sólo me atreví a esbozar un discreto Pero...

—Pero nada, compañero, el libro se queda aquí.

Inventé que estudiaba periodismo y que pensaba escribir una tesis sobre la degenerada literatura de los gusanos, pero no me creyó. Al final llegué a casa y me senté en el balcón... aunque sólo leí el periódico.

Delito por escuchar rock and roll

Oír rock estuvo prohibido en Cuba durante años (¡violenta música generada por el imperialismo yanqui!). Cuando viví mi adolescencia en La Habana ya no existía tal prohibición pero sí se levantaba una extraña barrrera ante quien reconociera públicamente su gusto por dicha música. Digamos que era “culturalmente incorrecto” el asunto. Así surgió el despectivo “friki”, que como muchas otras palabras de uso cotidiano en Cuba, proviene del inglés; en este caso freak, raro; aplicable solamente a esos jóvenes que osaban portar largas cabelleras y escuchar música cantada (Freak!) en el idioma del Enemigo.

Pero en realidad esa no era la única muralla: en la escuela, Kafka se limitaba a La metamorfosis... ¿Cómo estudiar El proceso, con su profunda crítica a la burocracia y a los no-juicios? Más grave aún es que grandes escritores, dramaturgos, pintores, músicos, cantantes e intelectuales cubanos fueran (son) rotundamente ignorados. Escuchar, no rock, sino a Celia Cruz podía causarte problemas entre tus revolucionarios vecinos de los Comités de Defensa de la Revolución. ¿Y cuál fue el crimen de Celia Cruz? Abandonar la isla, no involucrarse con la revolución; ser una cantante famosa en los cincuenta y a la llegada de Fidel y sus tropas a La Habana preferir la libertad y el mercado que le ofrecía Miami. O lo que es peor, preferir la libertad de mercado...

Lo peor que le pudo ocurrir a Reinaldo Arenas —además de ser un excelente narrador— fue ser homosexual, terrible atentado contra la moral socialista, misma que como todos sabemos, es tan estricta como la del Opus Dei. Después de ver no-publicados sus libros en Cuba (y de sufrir prisión por una injusta acusación de pederastia —en realidad, para evitar que continuara escribiendo sus brutales mariconerías, siempre a medio camino entre el surrealismo y el hiperrealismo) abandonó la isla por el Mariel, durante aquel milenario éxodo de principios de los ochenta. Así, como escoria, como una plasta de mierda en la sentina de algún barco, cruzando el Estrecho como gusano... Así se fue Arenas de Cuba.

Tampoco fue el único, ni el último. Y lo que es peor, la mayor parte de los jóvenes cubanos no conocen su obra, fundamental para comprender una época llena de ilusiones y ¿por qué no?, de persecuciones. La película Fresa y chocolate es, si se me permite el jugueteo, una visión “fresa” de la homofobia oficial, gubernamental, cubana.

Otro gran excluido (aunque no homosexual) es Carlos Franqui, fundador del periódico Revolución, primer diario de la Cuba fidelista —y uno de los primeros bastiones de discusión cultural, a cargo de GCI—, él mismo militante comunista cuando Fidel era “apenas un aprendiz de jesuita” (dice Cabrera Infante); quien no sólo fue cesado de su puesto, encarcelado y su nombre enlodado, sino que su rotativo se cerró para inaugurar Granma, ese horrible mamotreto que es hoy el órgano oficial del Partido Comunista de Cuba.

Virgilio Piñera, Lino Novás, Carlos Montenegro son algunos de los “apátridas” despreciados por el gobierno y sus incondicionales; son algunos de los nombres que en Cuba, hoy, son absolutamente desconocidos para la gran mayoría... Son algunos de los que cometieron terribles crímenes incompatibles con el “hombre nuevo” y la sociedad y el Estado “revolucionarios”.

Vea Cuba

Para algunos todavía no queda claro que una cosa es ver Cuba a través de la lupa del cariño, de las ideas, de los sentimientos; o verla a través de la óptica de un periódico estalinista, intransigente con la gente que se atreve a criticar algo de la bella isla, que vivir en ella. Son el tipo de personas que al ir a turistear a ese país al que Saramago definió como “el único lugar del mundo donde el humano puede ser realmente humano” se ofenden cuando un nativo les dice que está harto, que no aguanta más, que esto es una maldita dictadura, que la miseria lo envuelve todo menos los sagrados recintos del dólar. Se ofenden y ponen cara de asco, no ante el sistema que lo provoca, sino ante la gente que critica dicho sistema. Pero son turistas, hospedados en hoteles para turistas, comiendo lo que sólo los turistas pueden comer en Cuba; son turistas que leen folletos para turistas, que van a sitios para turistas, y que claro, en sus países, si quieren, si les da la gana, pueden leer Mea Cuba. Los cubanos no pueden hacerlo, aunque haya sido escritos para ellos. Es cierto que la revolución enseñó a leer y a escribir a millones de personas, pero también es cierto que no permite que lean y escriban lo que quieran.

Hay un hecho que no debemos perder de vista, un hecho proporcionado por los cubanos de a pie, los de todos los días, los que comen lo que la libreta ofrece. Un hecho que se traduce en muertes; un hecho que en el verano de 1994 estalló con todo su hórrido esplendor ocupando planas en todos los periódicos del mundo: un hecho llamado balseros. ¿Por qué —me pregunto— alguien querría abandonar el paraíso? ¿Quién en su sano juicio deja atrás un país perfecto —su país, además—, una sociedad justa, incluyente, plural y donde hay trabajo para todos? Nadie. Entonces, ¿cómo explicar que tantos cubanos cada año arriesguen sus vidas entre olas y tiburones, cómo explicar que prefieran enfrentarse a un idioma extraño, a una cultura ajena (aunque cercana), a un país que sólo los recibe porque las reglas de este grotesco ajedrez político así lo dictan? Es que no dejan atrás el paraíso, ni un país perfecto o una sociedad de iguales, y encima de todo, tienen que soportar que algunos bienintencionados les llamen gusanos, traidores, escoria, mierda ambulante deambulando por un mundo ajeno; tan ajeno como su propio país.

Guillermo Cabrera Infante es uno de los que no podrá regresar jamás, o no mientras dure ese disfraz verdeolivo que en otros países de nuestro continente adquiere el título de dictadura militar y en Cuba no. Mucho menos podrá regresar después de reunir sus textos políticos en Mea Cuba, un libro duro en verdad. Más que ensayos lo que aquí encontramos son reclamos viscerales que no claudican, una lucha intensa por destruir los mitos de Estado que envuelven a la Cuba de hoy. Una lucha armada con palabras contra las palabras que inundan los interminables discursos del Comandante. Trozos de historias congeladas en el olvido de la cultura cubana; personajes perdidos en la miseria de esa celda a la que algunos llaman Cuba Libre.

Retratos de toda una época de cambio, incertidumbre, pasiones exaltadas y entrelazadas, sueños y pesadillas. Una época plagada de bellas palabras de libertad que finalmente no se cumplieron. Eso es Mea Cuba, un gran ultrasonido del entonces fetal gobierno cubano. Un libro cargado de palabras en juego y juegos de palabras; un libro lleno de amor y odio cuyo autor sabe bien que Cuba está enferma, enferma de Castroenteritis.

Canek Sánchez Guevara
LunaZeta, número 2, abril 1999.

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